Viven con la mente puesta en EL FUTURO DEL PLANETA y actúan en forma consecuente. Los casos no abundan, pero parecen estar aumentando. Estas son dos de esas historias.
Se cortan ellos mismos la melena y la lanzan al patio. Ahí –dicen– la recogen los pájaros y la usan para construir nidos suaves y menos fríos. Sobre la mesa, aún guardan como prueba un nido muy pequeño, hecho con palos y canas.
No gastan en refrescos embotellados ni en bolsas de basura; sin querer, mantienen su casa, en Tibás, decorada con periódicos y objetos aprovechables más de tres o cuatro veces. Cualquier ciudadano que no haga lo mismo podría pensar que los dos se esfuerzan por vivir de lo que parecen limitaciones.
Mas para ellos no es más que una “estrategia entretenida” de salvar la vida que ya conocen. Gilda Aburto –periodista y cronista de boxeo– tiene 57 años y, desde hace más de una década, se pasa ideando experimentos ecológicos con su esposo de 80, el ingeniero mecánico, abogado y exboxeador Julio Alberto Bustos.
Ya se inventaron una cocina parabólica-solar que funciona como lupa y es útil para pasteurizar vinagre de guineo. Ahí hay un jabón enorme construido con sobras de jabones pequeños, de esos trozos que quedan rezagadas en la ducha.
Dejan un chayote brotando en la ventana de la cocina, mientras construyen sus propias mesas con madera que alguien más dejó podrir en la calle. Con un pichel, recogen las aguas grises (esas con las que enjuagan los platos) y con eso riegan las plantas. Alguna vez quisieron hacer licor de menta, pero aún discrepan con respecto a si resultó o no.
Siete años atrás, tuvieron a Billy Goat, un cabrito por el cual pagaron ¢10.000 y así lo salvaron del hambre de sus anteriores dueños. Lo mantuvieron comiéndose la casa tibaseña hasta que dieron con un lugar apropiado para él.
A pesar de que hubo una cabra ahí, la propiedad no es grande. Sin embargo, tiene una terraza de tamaño estándar que es como una jungla: se divisa un racimo gigantesco de banano orgánico, guineos cuadrados, un árbol de limón mandarina, otro de cas y uno más de naranja y tomate de palo. Gilda insiste en que el banano es así de “poco ordinario” gracias al abono que fabrican sus lombrices rojas californianas, de unos 10 años de edad.
Porque en el mismo patio hay dos enormes cajas de madera donde esas decenas de lombrices generan, a partir de desechos orgánicos, un abono especial para que las plantas crezcan mejor. Así que en esta casa todos los restos de frutas, verduras y hasta las servilletas están destinados a ser manjar de lombriz y, aunque muchos crean lo contrario, tal menjurje (compost ) no huele mal ni atrae moscas.
Su hijo se fue ya de la casa y ellos dos viven solos. Pese a esto, tienen planes de ampliar la sala y comedor, y piensan hacer las separaciones con ladrillos de papel. Ya Gilda construyó varios: desmenuza cualquier tipo de papel y lo deja en remojo por tres días; luego lo bate. Añade arena y cemento para formar una pasta húmeda que deja secar en un molde durante dos días.
Cuando la mezcla está casi seca, la deja bajo el sol 15 días más y ¡listo!
“No es que no estemos en condiciones de comprar otros materiales; simplemente, consideramos un absurdo hacer una inversión en algo que podemos obtener naturalmente”, razona don Julio Alberto.
Gilda dedicó 25 años de su vida al periodismo ambiental; fue oficial de comunicaciones para las organizaciones no gubernamentales World Wildlife Fund (WWF) y Rainforest Alliance. Ya no trabaja en eso, pero insiste en que lo vivido ahí le enseñó a cuidar lo que muy pocos cuidan.
“Me da pesar cuando la gente dice que no tiene qué comer si tiene patios. En Costa Rica tenemos un nivel de vida que no nos hace pensar en la necesidad de reciclar, aprovechar y ahorrar. Ahorita estamos botándolo todo y sobreexplotando los recursos”, lamenta Aburto.
En la última década, el país aumentó su huella ecológica de 3% en el 2002 a 11% en el 2012. Es decir, el año antepasado, cada costarricense usó un 11% más de los recursos que el territorio puede proveerle. Así lo indica el más reciente informe del Estado de la Nación.
La realidad –sostiene la pareja– es que las personas en general no han aprendido a vivir. Lejos de inhibirse, les emociona que los pájaros duerman sobre el cabello que se cortaron, pero tienen muy claro por qué hábitos como los suyos siguen viéndose como extraordinarios.
“Nadie va a separar los desechos porque sí. El punto de partida es que no existen los elementos de motivación. Si lográramos dar un valor económico a la recolección de bolsas de plástico, habría miles de personas haciéndolo ya”, recalca Julio Alberto.
A paso lento
Leonardo Merino, coordinador de Investigación del programa Estado de la Nación , percibe una mayor participación ciudadana en el tema ambiental. Resalta que, a medida de que los problemas del ambiente crecen, aumenta también el interés de las personas por preservarlo.
“Estamos ante un escenario de oportunidades; uno positivo, en términos de mayor apertura y conocimiento. Aun así, no hay tendencias muy fuertes como para decir que la gente está cambiando sus patrones, todavía no. Pero al menos hay indicios de cambio”, aclara.
Merino cree en una solución estímulo–restricción. Solo cuando se amplíe la oferta de alternativas que generen menor daño al ambiente será posible sancionar las malas prácticas y obligar a la transformación en campos como el uso de energía, el manejo de aguas residuales, la agricultura y otros.
Programas como el de Bandera Azul Ecológica –que premia los buenos hábitos ambientales en diez categorías distintas, como playas, comunidades, centros educativos y hogares– son incentivos cada vez más cotizados. En el 2012, por ejemplo, 40 familias se inscribieron para obtener el galardón de “hogares sostenibles”. Un año después, la cifra subió a 294.
“Es un éxito. Estamos llegando adonde tenemos que llegar primero, que es al hogar. Es ahí donde arranca el entusiasmo”, recalca Flora Acuña, promotora de ese programa que fue creado hace 19 años.
Pese a estos tímidos avances, los expertos tienen claro que queda mucho camino por recorrer.
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