Los vecinos lo describen como un criminal a sueldo que mataba por placer
El retrato del asesino que confesó 42 asesinatos de mujeres blancas por placer. Antes del primer asesinato, mataba gatos y gallinas a navajazos.
PEDRO CIFUENTES - Rio de Janeiro 15 DIC 2014 -
A Saílson José das Graças, natural de Nova Iguaçú (estado de Río de Janeiro), le va a costar acostumbrarse a que pasen años sin poder calmar su instinto asesino.
Cuando transcurren dos meses desde su último estrangulamiento empieza “a ponerse nervioso”, según expuso en un programa de televisión brasileña de máxima audiencia, tranquilo y esposado, el pasado jueves. Veinticuatro horas antes había sido detenido por la División de Homicidios de la región de la Baixada Fluminense. A sus 26 años dice haber matado a 42 personas. Algunas por placer, otras por encargo. La Policía fluminense cree su relato, ausente “de contradicciones” y de culpa: “No me arrepiento, no. Para mí, lo hecho está hecho”.
Cuando transcurren dos meses desde su último estrangulamiento empieza “a ponerse nervioso”, según expuso en un programa de televisión brasileña de máxima audiencia, tranquilo y esposado, el pasado jueves. Veinticuatro horas antes había sido detenido por la División de Homicidios de la región de la Baixada Fluminense. A sus 26 años dice haber matado a 42 personas. Algunas por placer, otras por encargo. La Policía fluminense cree su relato, ausente “de contradicciones” y de culpa: “No me arrepiento, no. Para mí, lo hecho está hecho”.
Saílson le quitó la vida a una mujer por primera vez a los 17 años (ese fue el único cadáver que ocultó, asegura). Hasta entonces habían sido sobre todo gatos y gallinas, a navajazos. Según su familia, comenzó a mostrar comportamientos violentos a los 11 años, meses después de que su padre muriese electrocutado en un accidente laboral. Presume de haber tenido las cosas siempre muy claras: cuando asesinaba por encargo, apuñalaba; cuando lo hacía por placer, estrangulaba. Nunca tuvo dudas de su predilección por las mujeres blancas; a Saílson le gustaba verlas “morir con los ojos bien abiertos”. A las negras ni las tocaba; le recordaban a su propia familia. Sus vecinos de Jardim Corumbá, barrio de Nova Iguaçú, dicen haber comprendido finalmente por qué se quedaba tantas horas sentado en el bar de la esquina, callado. “No era el alcohol, no... ¡Estaba observando a sus presas!”, comenta indignada Tatiana, una vecina de Fátima Miranda (la última víctima de Saílson), mientras hace corrillo con otras 4 ó 5 mujeres en la poca sombra disponible.
El termómetro marca 37 grados en este barrio tradicionalmente violento de Nova Iguacú. Las amigas de Fátima Miranda beben cerveza helada en la calle y hablan compulsivamente del serial killery de una mujer, igualmente detenida, que también había sido amiga de la fallecida. El pasado miércoles, de madrugada, Sailson apuñaló a Doña Fátima, de 62 años, en su casa de la calle Eduardo Pacheco, a 50 metros del bar donde solía sentarse a beber. A Doña Fátima le gustaba bailar samba y barrer la calle y era generosa a la hora de pagar. “Si no fuese por Saílson, ella estaría ahora mismo aquí con nosotras, como siempre, ¿sabe?”, dice Elena. “La comunidad está horrorizada”.
Saben, como la policía, que el asesino ejecutó a cuatro personas en el barrio: uno en una peluquería, los demás en su propia casa. Pero el resto de la carnicería es, por ahora, confesión de Saílson. Usaba guantes, tenía únicamente miedo a las cámaras digitales y era muy “calculador”. Antes de cumplir su cometido “observaba mucho a la víctima, la estudiaba… Esperaba un mes, a veces una semana, dependiendo del lugar”. De sus 42 víctimas, sólo 3 son hombres: habría eliminado a 38 mujeres y un niño de dos años (su único motivo de arrepentimiento), al que “debió ejecutar” porque su llanto amenazaba con alertar a los vecinos mientras terminaba con su madre.
Sus vecinos dicen haber comprendido finalmente por qué él se quedaba tantas horas sentado en el bar de la esquina, callado. “No era el alcohol, no... Estaba observando a sus presas”
Mujeres, adolescentes y niños se arremolinan en las calles sin asfaltar de Jardim Corumbá y completan el retrato de lo que no dijo el psicópata en su famosa entrevista con TV Globo. No contó que le gustaba demasiado la cocaína, ni que compartía a su novia (Cleusa, la amiga de Doña Fátima, de 42 años, inspiradora de muchos de los crímenes) con su amigo José Messias, de 52 años, también detenido, apodado ‘Baixinho’ y ‘Cabeza de Huevo’ en el barrio. “Vivían en un triángulo”, aseguran las vecinas a pocos metros de la mesa del bar. “En esa casa pasaban cosas muy raras, créame… Saílson nunca te miraba a la cara, miraba siempre de reojo, se pasaban las noches en vela, sin hacer ruido, observando”.
Elena, la amiga de Doña Fátima, cuenta que notó algo extraño en el ambiente la mañana del miércoles. Eran las once y su compañera de danza no había salido aún a barrer la calle. Fue a buscarla a su casa. “El gato maullaba muchísimo, pero no me atreví a abrir la puerta del todo”, sigue Elena. Llegó ‘Cabeza de Huevo’, que preguntaba por la dueña “con una insistencia sorprendente”. “Estaba la puerta entreabierta”. Pasaban los minutos, Doña Fátima no salía y el gato “maullaba desesperado”, así que Elena fue a buscar al marido de Tatiana y entraron en la casa. Los gritos atrajeron a los vecinos. Elena prosigue: “Cabeza de Huevo se puso de rodillas, tirándose de los pelos. ‘¿Quién puede haber hecho algo así, Dios mío?’, preguntaba el canalla”. Cinco minutos después, Tatiana vio a Saílson y Cleusa acercarse en bicicleta. “Al llegar a la esquina, vieron el panorama y aceleraron los pedales”. Dice que ahí se dio cuenta. Todavía se agita: “¡Supe que eran ellos! ¡Corrí a hablar con la policía!”.
La destartalada vivienda que compartía el trío criminal estaba a pocas cuadras del bar y de la casa de Fátima Miranda. Cuando llegó la policía, el miércoles al mediodía, Saílson y Cleusa estaban preparando las maletas rápidamente. Empezaba a aproximarse gente por las calles, desde abajo y desde arriba de la cuesta, al grito de “¡Asesinos…! ¡Linchamiento!” Los agentes que cuidaban por fuera la puerta de chapa, junto a un coche abandonado y cubierto por varias mantas, les pararon en seco: “Esto tenían que haberlo hecho antes de que llegásemos nosotros… Una vez aquí, ya no podemos permitirlo”. En la casa encontraron máscaras ninja y pequeñas cantidades de droga, además de mucho desorden y, sobre todo, el cuchillo con el que Saílson había degollado a su última víctima. El barrio dice que el asesinato lo ordenó, como tantas otras veces, Cleusa, que incluso había llegado a vivir unas semanas en casa de la muerta. Le había pedido dinero, pero Doña Fátima se había negado. Al parecer, no le gustaban las adicciones que compartía con su pareja.
La madre de Sailson vivió los últimos años cambiando de casa a menudo, avergonzada por los robos de su hijo, y va a cambiarse de nuevo, temiendo represalias
El comisario jefe de Homicidios de la Baixada Fluminense, Pedro Henrique Medina, no encuentra todavía contradicciones en el relato de Saílson. Lo califica de “asesino profesional” y de “psicópata”. Tampoco su familia confía en que se trate de una enajenación transitoria: sabían (o sospechaban) que el joven se había convertido en un asesino a sueldo. “Por desgracia, estamos seguros de que está diciendo la verdad’, dijo su tía Denise al diario O Globo.Le habían visto volver a casa alguna madrugada con las manos sucias de sangre, pero no podían decir nada. “Estábamos amenazadas”. La madre de Saílson es una feligresa de la iglesia pentecostal Assembléias de Deus. Ha vivido los últimos años mudándose con frecuencia, avergonzada por los robos de su hijo, y se va a marchar de nuevo, temerosa de represalias.
Tan profundo es el estupor por la aparición de un asesino en serie en el barrio que pocos habitantes de Jardim Corumbá se preguntan aún por el papel en el que quedaría la policía si se confirmasen las 42 muertes. Todos, incluso los niños, comentan lo que dijo Saílson en la televisión sobre su intención de volver a matar cuando salga de la cárcel. Reaccionan con incredulidad a la explicación sobre los límites a las condenas de reclusión en el Derecho Penal brasileño (un máximo de 30 años, aunque la pena sea de cientos de años). “Ya le matará algún traficante en prisión”, vaticina un señor mayor que bebe cerveza en la mesa del bar. Andressa, desde la calle, asiente. “No es un loco. Es malo”.
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