De los espacios verdes del Centro, ese es el que más ladridos reúne. Detrás de las mascotas, hay un inesperado mundo de relaciones entre sus dueños.
Tuky!, ¡Olivia!, ¡Apolo!, ¡Canela!, ¡Django!, ¡Milo!... El repentino apagón lo ha trastrocado todo. La provincia entera está a oscuras pero, aquí, en el paseo Sobremonte, el sereno paraíso para perros y amos se ha vuelto un pequeño caos de gritos que llaman: cada cual intenta descubrir a su mascota entre las sombras para tomarla en brazos y asegurarse de que no subirá las escaleras hasta perderse en las calles. Sí, escaleras arriba la noción de refugio que da esta plaza honda se desvanece.
La noche del lunes está fresca, como recién hecha, y aunque la tiniebla se siente primero espesa, pronto los ojos comienzan a acostumbrarse a ver los confines de las siluetas; la hora y las presencias hacen que la confianza no se disipe y casi todos sigan adelante con sus planes de quedarse un rato más a escuchar ladridos como si fuesen música.
En un rincón sobre el pasto, casi al pie del Palacio 6 de Julio –domicilio de la Municipalidad– Clara Richiger ya tiene consigo a Canela; Julia Profeta, a Catalina y Laura Cabrera, a Olivia. Entonces cuentan, como si hablaran de una emoción nueva, la manera en que se han hecho amigas, tan intensamente.
Hay dos coincidencias esenciales que las reúne: son habitantes de edificios cercanos y aman a los perros tanto como para acompañarlos hasta dos horas por días, y más aún. “Una noche eran las dos de la mañana y seguíamos acá. Tal vez era un viernes. Nos turnábamos para ir a buscar más agua caliente para el mate al departamento de cada uno. En un momento nos dijimos: ‘Qué estamos haciendo de nuestras vidas’”. Se ríen con ganas: lejos están de arrepentirse de disfrutar así.
Y mientras tratan de aliviar la penumbra con la luz de las pantallas de sus celulares, aparece un blanco pantalón con una perra también blanca que apenas si pasa la altura de los zapatos con plataforma. Son Sofía Diciani y la pequeña Lupe. Las estaban esperando; les habían enviado un mensaje alertándolas de que había mate en el paseo. Sabían que Sofía, que llega conmocionada porque el gran apagón la sorprendió en el camino, no podría resistirlo: hace cuatro meses que se mudó a Cofico y no deja de extrañar las tardes en las que bajaba con Lupe por el ascensor para ir a la plaza.
También forma parte de la barra Malvina Landázuri y Mónika. “Venir a la plaza le cambia el humor, absolutamente. La energía que le dedicamos es una inversión en afecto”, dice esta santafesina de Sunchales que un día vino a estudiar Ciencias Económicas pero que hoy vende medicamentos por la Web.
El paseo Sobremonte fue construido a finales del siglo 18 y hoy está al comienzo este de barrio Alberdi (La Cañada es el límite con el Centro). Es el sitio elegido por amantes de los perros por esa condición de pozo, que heredó de aquellos días en los que había un lago artificial con una glorieta en el medio, y que lo diferencia de otra plaza cualquiera. “Hasta que puedan terminar de subir las escaleras, nos da tiempo para ir a buscarlos”, dice Ludmila Lucero, la dueña de Milo.
Claro que otras cosas suceden en este rincón, uno de los más bellos de la ciudad: pasan caminantes, estudiantes, músicos, lectores que llegan en busca del último sol de la tarde, novios sin horario, romances que se funden en un abrazo-koala en plena madrugada...
Pero cualquier cordobés que atraviesa el paseo seguro que ha notado que es “la plaza de los perros”, como dice Marisa Barrera, tutora de Tuky, integrante de otra de las barras de amigos que se reúnen todos los días alrededor de un mismo banco. “Nosotros la hicimos así y contamos con que la gente sabe eso; rara vez hay algún conflicto”.
Si de historia de amor se trata, ninguno de los relatores se atreve a decir que ha visto más que algunos gestos de simpatía entre dueños de perros amigos.
Sí, en cambio, hay historias de separaciones con los animales en el medio. “Los dos, Pipi y Cruela, quedaron para mí porque están a mi nombre; yo firmé el contrato de ‘adopción’ con Patitas de Perro”, cuenta Roxana Fierro, que en su momento le regaló uno a quien fuera su compañero: “Es que estaba triste porque se le había muerto un patito”.
Laura Cabrera, comunicadora social, dice de sí misma, en tono de broma, que es madre soltera. “Llevate lo que quieras, pero Olivia se queda conmigo’, le dije a mi ex. Eso era innegociable”.
La fuente de la libertad
Hace un año que Laura lleva a Olivia al paseo y le costó aprender a soltarla: esa libertad de las mascotas es también la que libera a sus dueños, la que hace del lugar una versión del cielo de los perros. “Me daba mucha angustia. Cuando me animé a soltarla, pasé a ser la loca que corría detrás de ella. Hasta que Julia Profeta me dio la gran pista: ‘No la corrás, parate firme, como perro alfa; que ella te registre como autoridad’, me enseñó”.
El otro escenario donde se regocija el esplendor de la libertad canina es la fuente (inaugurada en la década de 1950). “Es hermoso ver cuando se tiran todos juntos”, cuenta Daniel Moyano, amo de uno de los Apolos presentes. Hay quienes llevan toallas para sacarlos cuando salen del agua, sobre todo, para que después no ensucien el edificio (hay varios consorcios que rechazan la presencia de mascotas).
Aunque hay varones entre los que vienen a diario con sus perros, a simple vista se advierte que suman más las chicas. “Es como en todo: siempre nos hacemos cargo las mujeres”, dice Julia, en chiste pero no tanto.
La limpieza es todo un tema: por lo pronto, casi todos llevan dos bolsas de nailon: una para recoger la caca con la mano y otra para guardarla.
La mayoría de los perros, al menos de los consultados, son rescatados de su condición de vagabundos. José Ortuña, que viene de Potosí, Bolivia, es uno de los referentes en este sentido: sus tres perros (Imilla, Rocky y Lupita) eran callejeros que deambulaban en el paseo. “Está creciendo la adopción; la gente está tomando conciencia”. Su optimismo también subraya que en la comunidad perruna del lugar siempre se ayudan para costear el tratamiento de algún perro enfermo (como pasó con su Rocky, que estuvo internado), incluso para alguna castración. “Con amor se cría y se cura”, dice.
No deja de sorprender la intensidad de la pasión compartida: “La amistad va más allá de la plaza; muchas veces nos juntamos en otro lado, con o sin los perros. Organizamos incluso nuestras vacaciones para cuidarnos mutuamente los animales. Cuando me voy, suelen mandarme fotos todos los días de Olivia”, cuenta Laura Cabrera.
Son amigos, sí; comparten el escenario vital, los edificios, que pese a la multitud que encierran entre sus ladrillos siempre guardan una dosis cierta de soledad, y el destino que le dan a su caudal afectivo. Pero antes, los amigos fueron los perros: si ellos no se hubieran elegido no habrían podido acercarse sus dueños.
En el paseo, la primera seña de identidad entre los humanos es el nombre de sus mascotas: para sus pares, son la madre o el padre de tal o de cual. Incluso cualquier caminante que atraviese esta plaza honda sabrá de los habitantes perrunos del lugar por el grito de sus dueños: ¡Cruela!, ¡Imilla! ¡Tottó del África!, ¡Monika!, ¡Pipi!, ¡Lupe!...
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